Volodia, el inconsecuente

Las reacciones que ha provocado la muerte de Volodia Teitelboim -se ha alabado su compromiso, su capacidad de entregarse a aquello en lo que creyó- plantean por enésima vez el problema de si acaso la consecuencia es, en sí misma, un valor.
Volodia, como tantos de su generación, aplaudió a Stalin, cerró los ojos a la experiencia soviética, desconfió de la democracia liberal y, en cambio, creyó en la dictadura del proletariado. En suma, abrazó creencias que hoy se revelan erróneas. Como un personaje de Koestler (en "Oscuridad a mediodía") fue capaz de justificarlo todo por lo que juzgaba era el bienestar de la caravana humana. Fue un true believer: fiel a su compromiso comunista, no relativizó nunca en público las certezas por las que alguna vez estuvo dispuesto a arriesgarlo todo.
Fue, en apariencia, consecuente. Hay una evidente coherencia entre lo que creyó y lo que hizo. Postergó su vocación literaria hasta la vejez y llegó al extremo de elaborar secretos familiares -sin duda, sufriendo él y haciendo sufrir a los que más amó- por lealtad al partido. En suma, pareció un creyente dispuesto a sacrificarlo todo, o casi todo, por un puñado de convicciones.
¿Tiene valor todo eso? ¿Debemos aplaudir la consecuencia?
Al revés de lo que nos gusta creer, no siempre.
Hitler, por ejemplo, fue un modelo de consecuencia. Si hubiera sido inconsecuente -es decir, si las ideas febriles que lo poseyeron no hubieran guiado su conducta- el mundo se habría ahorrado un montón de sufrimiento. Por eso, gracias a Dios, quienes piensan que están en posesión de la verdad absoluta no son coherentes. Si lo fueran, el mundo no valdría la pena: todos los que nos equivocamos no mereceríamos ni hablar, ni reír. Por desgracia, Pinochet fue consecuente. Si no se hubiera tomado en serio su anticomunismo, habríamos sufrido menos.
En suma, la inconsecuencia es a veces mejor que la coherencia estricta. Desconfiar de las propias ideas -no olvidar que son eso, ideas- y no transformarlas nunca en dogmas a los que haya que servir sin restricciones, parece ser un valor superior a la consecuencia.
Como sugirió Kolakowski -en su famoso elogio de los inconsecuentes- el mundo es un lugar habitable gracias a que está lleno de tipos que creen a pie juntillas en una cosa, pero tienen el buen sentido de no llevarla a la práctica. Ascetas que, junto con disfrutar a escondidas los placeres que execran, tienen la gentileza de no imponer las restricciones que predican; poseedores de la verdad absoluta que, sin embargo, se detienen ante el secreto de cada conciencia; creyentes en la superioridad racial que, no obstante, son capaces de vivir como iguales con los que juzgan inferiores.
Si el asceta, el poseedor de la verdad, el racista o el creyente cultivaran la consecuencia, este mundo sería un infierno.
El mundo en cambio es habitable gracias a que los fanáticos -los consecuentes al extremo de sacrificarlo todo, especialmente si no es suyo- son una minoría.
Al revés, el mundo parece mejor gracias a esa multitud de inconsecuentes que proclaman los derechos de los animales y, sin ningún problema, se preparan un bife; esas personas que peroran acerca de la importancia de la alta cultura mientras se deleitan con la tele; esas muchedumbres que se golpean el pecho y vuelven a pecar; esos neoliberales que no les entregan todo al mercado; esos comunistas que van a misa y hacen manda; esos amantes de la familia que huyen del horror doméstico.
En suma, el mundo funciona gracias a esa mayoría de personas que no ejercitan esa supuesta virtud que, en la hora de su muerte, algunos creen ver en Volodia.
Por eso quizás sea mejor pensar en Volodia Teitelboim como un inconsecuente. Alguien que supo que la fe que profesó era un exceso. Y que por eso, en los años finales, se refugió de lleno en la literatura, en esa actividad irónica y descreída que es cualquier cosa menos un programa de acción. Quizás revisó las vidas de Neruda, Huidobro, Mistral, Borges y la suya, acompañado de sus gatos y de sus recuerdos, como una forma de cerciorarse y reconocer para sí mismo que la vieja dialéctica no servía de mucho a la hora del dolor. Y que la vida -ese ejercicio imperfecto, lleno de idas y de venidas, de contradicciones irresueltas y de deudas- sería nada, o casi nada, sin la inconsecuencia
****Carlos Peña, periodista. Blog El Mercurio. Domingo 03 de Febrero de 2008

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